Se desesperaban para que lo suyo fuera arte. Querían la aprobación de los pintores, de los académicos y del público. Los fotógrafos del siglo XIX capturaban imágenes y trataban de acercarlas a la vanguardia del momento, el impresionismo. En el siglo XXI, ya no existe este resquemor, la fotografía ganó su propio podio y ya no le hace falta competir con la pintura. Un fotógrafo como Carlos Wetzler puede jugar a que su foto luzca “pictórica”, rescatando cualquier momento de la historia del arte. En su última serie, hay cierta afinidad por el futurismo, teniendo en cuenta su pasión por el movimiento, o por el expresionismo alemán, si observamos el estallido de colores.
¿Qué tienen en común todas sus obras? Ante todo, la captación del movimiento, nada parece estable, todo parece girar, danzar o saltar. Hay pintura y hay foto, se mueve y se detiene, hay luces y penumbras, baila la gente, caminan los fantasmas. Hay poco interés por la imagen fijada como una mariposa clavada con un alfiler. Rembrandt, Degas, Carvaggio y el espíritu de otros tantos parecen flotar sobre sus imágenes. ¿Cuál es el repertorio de nuestro artista? Nada es muy preciso, y las personas atrapadas por su cámara vibran. Como si develara un secreto dice Wetzler que algunas tomas fueron hechas en noches de murgas, otras observando al público exaltado que asistía a una espectáculo de percusión más exaltado aún. Como un dragón volador imposible de capturar, hay en cada foto un espíritu festivo, de año nuevo chino. Pero también mucho carnaval, y sobre todo mucha máscara. Y acá está la gran montaña para escalar. Es la tensión entre el rostro y la máscara la propuesta más osada de la obra de nuestro artista. Carlos toma fotos de gente exultante y luego –como un pintor en su atelier- retoca digitalmente cada escena. ¿Y qué logra? Rostros que dejan de ser rostros para convertirse en máscaras. Sus fotos son cinematográficas como The Mask, El fantasma de la ópera, El hombre de la máscara de hierro, Ojos bien cerrados, y mil superhéroes enmascarados. El yin-yang de las emociones humanas, la comedia y la tragedia, tienen sendas máscaras: una alegre, la otra apesadumbrada. Alguna vez leí en Confesiones de una máscara (Yukio Mishima) algo así como “tenía la máscara tan pegada al rostro, que ya no sabía qué era máscara y qué era rostro”. Si las fotos de Wetzler fueran una montaña, podríamos escalar dos laderas, la de la máscara y la del rostro, cuando tomó la foto, había un rostro; el retoque digital lo convirtió en otra cosa. Y entonces llega
estrepitosamente aquel viejo kôan (enseñanza) zen que pregunta a destajo: “¿cuál es tu verdadero rostro?”.
En las fotos de Carlos, las personas se convierten en personajes, los rostros en máscaras, y el mundo en una gran representación dramática. No es difícil imaginárselo como un mago que en vez de cámara que capta lo que se ve, tuviera un aparato portentoso que atravesara la epidermis para adentrarse en la verdadera esencia. Al recorrer cada una de sus fotos, uno tiene la sensación de que lo visible es la máscara, y lo invisible es el rostro, aquel rostro verdadero del que hablaba el maestro zen.
Julio Sánchez